La vaca sagrada

Cuando los historiadores revisen las últimas dos décadas del siglo XX y las primeras tres del siglo XXI se van a encontrar con el personaje que más ha influenciado la historia política de Nicaragua: Daniel Ortega. Medio siglo de historia política resumida en un solo hombre.

Este caudillo aparentemente tímido, surgió de la cárcel y de entre una novena de líderes revolucionarios para convertirse en el único líder político real de su país. En el proceso barrió con los dos partidos históricos que habían dominado el escenario entre 1821 y 2006: Liberal y Conservador. También borró del mapa a sus antiguos camaradas revolucionarios y al círculo íntimo que se le conoció en su primera época en el poder.

Se quedó solo con su mujer, que desempeñó varios roles importantes: manejar la agenda del poder, despachar el día a día de la Presidencia de la República, forzar el relevo generacional y rediseñar el partido sandinista a su imagen y semejanza; organizar un sistema de comunicación que tanto en la calle como en la pantalla le diera la preeminencia discursiva, implementar un sistema de creencias en la que Daniel era el Alfa y el Omega, vaciar de ideología al partido a la vez que lo llenaba de consignas que entremezclaban ideas de la Izquierda, del Liberalismo y del Cristianismo.

Por dicha razón una documentalista llegó a declarar que "Daniel es un huevón (haragán)". Un comentario poco ajustado a la realidad de un hombre que lo único que hizo fue alimentar fervientemente su vocación por el poder y su particular concepción de la política: el pragmatisco al poder; el pragmatismo para el poder. Los historiadores verán que nadie como Daniel Ortega logró que se diseñara una constitución a su medida en 1987, la que proponía al país un hiper-presidencialismo; pactó la reforma de la misma en el 2000 con el entonces poderoso Arnoldo Alemán (en su momento uno de los 10 mandatarios más corruptos del planeta); y luego forzó una nueva reforma a su favor en el 2013, después de lograr que su bancada de magistrados en la Corte Suprema de Justicia fallara que la Constitución era inaplicable para su intención de reelegirse.

Sus detractores verían con alarma, desaliento y hasta rabia que Daniel condujo a Nicaragua hacia una situación que precisamente había provocado 100 mil muertes entre 1940 y 1990: el continuismo de una familia en el poder, el retorcimiento de las leyes y la justicia para favorecer y castigar, el uso de los bienes públicos para enriquecer a su entorno, y la manipulación del sistema para mostrar una tríada de poder: el, como el no plus ultra, un sector religioso sentado a su mesa y unos militares y policías dispuestos a participar en su gestión mesiánica. Pero no podrán negar la indiscutible capacidad de maniobra de Ortega, quien a la vez que acentuaba su poder desarticulaba por completo, y sin dubitación alguna, a las demás fuerzas políticas y a todas las organizaciones que no se alinearon a su designio. Logró que sus seguidores creyeran que el país se debatía entre un proyecto para los pobres y unos derechosos que a diario conspiraban para matarlo o sacarlo del poder. Cuando analicen las causas, esos historiadores van a encontrar una combinación de factores personales y ambientales, que hicieron posible que Daniel Ortega fuera protagonista de la Historia entre el año 1980 y el de su muerte.

El más poderoso del conjunto probablemente sea su convicción de que era un predestinado. El elegido, como cantaba el cubano Silvio Rodríguez. En esto Rosario Murillo, su esposa, jugaría un papel crucial al escudriñar las señales y designios, y encontrar en los astros, los espíritus, los entresijos de la Historia Nacional y el panteón sandinista los elementos para mostrar al país que no había equivocación alguna: este era el Patriarca que conduciría al país hacia los ríos de leche y miel. Daniel Ortega, dirán estos historiadores, fue la historia viviente del mito que atormentó a tanto novelista latinoamericano y producto de lo que un oftalmógo criollo había nombrado como Providencialismo. Tan bueno fue en esto que en ambos momentos de su gloria distribuyó cosas (propiedades, tierras y vehículos en un primer momento; láminas para techos, bolsas con algo de comida, algo de dinero, algo de ganado y algo de aves en su segundo impulso). Lo que no pudo fomentar -- ¿estaba en su naturaleza? -- fue un pensamiento y una convicción libertaria. Como la del héroe máximo del país: Augusto C. Sandino.

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